La tensión militar Estados Unidos-Venezuela y la “guerra psicológica”: una visión anarquista

1) Características y contexto de la ‘guerra psicológica’ de Estados Unidos

El 20 de agosto de este año, Resumen Latinoamericano (portal web izquierdista de la región) definía el despliegue militar estadounidense en el Caribe, que se inició el día 14 frente a las costas de Venezuela, como una ‘guerra psicológica’ destinada a debilitar a países (entiendo que con gobiernos que le son adversos), difundir miedo entre la población y fortalecer la imagen, a nivel nacional, de Donald Trump. El general y estratega militar francés André Beaufré (1902-1975) en su obra ‘Introducción a la estrategia’ considera que, en el plano psicológico, el objetivo es ‘saber durar’ por lo que, si atendemos a esto, podemos estar ante una operación extendida en el tiempo. Siguiendo a Beaufré, se busca que el adversario ceda por ‘laxitud’ (debilitamiento) si bien, en este tipo de guerra, el éxito no depende de ser ‘el más fuerte’ (lo que nunca es cierto, en un inicio, por la capacidad de resistencia psíquica que puede mostrar el enemigo) sino porque:

“Dios (u oscuras fuerzas históricas) está con nosotros”.

La ‘guerra psicológica’ busca, también, favorecer algún tipo de acción interior (y, en este sentido, Donald Trump sabe de los escasos apoyos sociales de Nicolás Maduro, así como de la presencia de sectores de la oposición venezolana afines, como María Corina Machado). Finalmente, André Beaufré comenta sobre esta táctica militar:

“(…) bien llevada, estrictamente razonada, solo presenta un mínimo de riesgos, en tanto que sus dividendos posibles son considerables y que incluso si llega al fracaso se ha logrado desgastar al enemigo sin desgastarse uno mismo”.

Y termina, en una obra que, hay que recordar, fue publicada póstumamente en 1980:

“Hace veinticuatro años, con el ejemplo hitleriano, preveía yo que esta forma de conflicto no podría por menos que desarrollarse en el futuro. Los hechos han rebasado mis previsiones”.

En el caso de Donald Trump y su política exterior para Latinoamérica, las características mesiánicas, expuestas por André Beaufré como condición para el triunfo en la “guerra psicológica” quedan ejemplificadas en el ‘populismo jacksoniano’ del mandatario estadounidense. Andrew Jackson (1767-1845) fue el 7º presidente de Estados Unidos de América y su ideario consistió en una defensa del ‘hombre común’ (siempre entendido como blanco y protestante) y en un aislacionismo geopolítico americano (resucitando la “Doctrina Monroe”) que significa, hoy en día, retomar la mirada sobre América Latina, pero no ya tanto en el sentido de una lucha ideológica contra el “comunismo” (y en este sentido la administración estadounidense no ha tenido reparos en relacionarse bien con gobiernos de signo político, supuestamente, contrario como el de Andrés Manuel López Obrador en México) sino en el sentido de que afecte a su política interna.

O sea, que su “guerra psicológica” contra el gobierno de Nicolás Maduro está orientada más a conseguir el voto del exilio venezolano en el Estado de Florida o a la guerra comercial con China que no a atacar los estertores del “Socialismo del siglo XXI” y a su clase dominante: la ‘boliburguesía” burocrático-militar.

Otra cuestión relacionada es que la “guerra psicológica”, como ya indicó André Beaufré, está llamada (en ciertos escenarios) a substituir a la guerra convencional. Así, hacia el final de la Guerra Fría, Estados Unidos inició la llamada “Revolución de los Asuntos Militares” donde en el documento Force XXI establecía como debía ser el Ejército del futuro. Es llamativo como expone dos puntos centrales en el articulado: la ‘flexibilidad doctrinal’ como guía de los oficiales al mando de las fuerzas y la capacidad para operar ‘en todo el espectro del conflicto’ aumentando su versatilidad en operaciones no bélicas (como la “guerra psicológica” o estrategia indirecta, en el plano psicológico, de la que nos hablaba André Beaufré).

Todos estos cambios vinieron implementados porque el generalato estadounidense consideró que el nuevo orden internacional, producto de la caída del bloque ‘comunista’, sería más complejo (guerras por el control de recursos, rivalidades étnicas y religiosas, movimientos migratorios, Estados fallidos…) y el Ejército debería adaptarse a un sinfín de situaciones que, muchas veces, no podrían calificarse de guerra convencional. A parte de que no hay que olvidar que, a la vez que se flexibiliza la jerarquía, a nivel táctico (y en este sentido el Force XXI promovía mayor autonomía de las unidades sobre el terreno) a nivel estratégico, puede reforzarse, pues como recordaba el ingeniero y oficial militar británico Norman F. Dixon en su clásico ‘Psicología de la incompetencia militar (1976):

“La guerra supone en primer lugar dos tipos de actividad, la movilización de energía y la comunicación de informaciones. La mayoría de los combatientes participan en el primer tipo de actividad, mientras que unos pocos-entre ellos los generales-se dedican al segundo”.

Claro que esto es así en los Ejércitos convencionales no en las milicias revolucionarias donde, en innumerables ocasiones, los jefes militares se han puesto al mando de las operaciones (como Durruti y Néstor Makhno) y donde estos eran, directamente, escogidos por la tropa. La discusión sobre su mayor eficacia operativa o no es un tema de discusión: por una parte, el elemento moral y la convicción ideológica frente a un Ejército convencional es evidente (no combate igual alguien que cree en algo que alguien que, simplemente, recibe ordenes) pero, por la otra, es más probable la caída de un jefe militar, con el elemento de desmoralización que supone (recordar sino la muerte de Durruti en el frente de Madrid y el duro golpe que significó para el movimiento libertario en toda España).

2) La cuestión del autoritarismo militar en Estados Unidos y Venezuela

Una cuestión que, también, señala Norman F. Dixon como causa de ‘incompetencia militar’ es el autoritarismo. Para este oficial militar los ‘rígidos convencionalismos militares’ permiten canalizar la agresividad sin provocar ansiedad (pues esta agresividad no estaría transgrediendo las normas) y esto se da en personas en que, en su primera infancia, se dio la situación siguiente:

“(…) los valores inculcados por padres inseguros de su status tienen una estructura que hace que los hijos aprendan a poner por encima de todo el éxito personal y la adquisición de poder. Se les enseña a juzgar a las personas más por su utilidad que por su afabilidad o simpatía”.

Entonces, según Norman F. Dixon, el psicólogo social W. Haythorn (en un estudio de 1953) pareció demostrar que los ‘sujetos igualitarios’ (es decir, los que no son autoritarios) eran más eficaces a la hora de resolver un problema o alcanzar un objetivo al ser más colaborativos y tener muchas más variables en cuenta. Y esto también tiene su traducción, obviamente, en el ámbito militar: pues los militares autoritarios han tendido, históricamente, a menospreciar informaciones que chocaran con sus propias creencias y dogmas. Así, los militares estadounidenses, por ejemplo, perdieron la guerra contra los comunistas vietnamitas, en buena parte, porque sus prejuicios raciales les hacían menospreciarlos y no tener en cuenta las informaciones que les llegaban de sus osados movimientos militares.

En el caso del gobierno de Donald Trump, Jesús Sosa Pérez, de la Universidad Autónoma de Puebla (México), nos recuerda que, lejos de la autopropaganda que este se hace como un actor anti- establishment, representa una de las partes de la disputa intracapitalista, en este caso la que defiende al ‘Deep State’ (Estado profundo) y no al capital ‘globalista-financiero’. El Deep State hace referencia a las burocracias civiles y militares, que no son elegidas ni controladas por los ciudadanos, y que incluso podrían explicar, en buena parte, el triunfo o el regreso al poder de ciertos candidatos como Donald Trump, maniobrando a través del espionaje en su favor. La influencia de la burocracia militar podría representar, entonces, una demostración de un ‘autoritarismo militar’ (en el sentido que le da Norman F. Dixon) presente en el gobierno, aunque de forma más subyacente (y su carácter subyacente es debido, precisamente, a los mayores medios que tiene una semi-democracia oligárquica, como Estados Unidos, para esconder su carácter de sistema burocrático cívico-militar).

En el caso de Venezuela, por el contrario, capaz que se hace más evidente, al menos en cuanto a la política interna. En 1979, Ángel Ziems (un pionero estudiante de historia venezolano) publicó la obra ‘El gomecismo y la formación del Ejército Nacional' donde analiza el proceso, casi paralelo, de consolidación de la dominación política del dictador Juan Vicente Gómez (1908-1935) y la formación del Ejército Nacional, estrechamente, ligado a la industria extractiva petrolera. A través de la consigna ¡Gómez Único! (1911) el caudillo concentra los poderes de jefe militar y arbitro de la política nacional. En cuanto a las clases sociales hay un pacto entre el capital extranjero europeo y estadounidense, para explotar el petróleo, y la burguesía agro-exportadora (con muchos latifundistas de origen militar, ya desde la época de la independencia con José Antonio Páez). La Constitución de 1909, actuará como una “pantalla institucional” para esconder las manipulaciones del gomecismo. Aunque hay que decir que el ‘Deep State’ venezolano tenía menos ‘gracia’ para esconderse.

Así, siguiendo esta línea histórica, a partir de la Constitución de 1999, se establece una creciente participación de funcionarios militares en la administración pública civil y se responsabiliza al conjunto de la “sociedad” de la Seguridad de la Nación. Para Francine Jácome, del Instituto Latinoamericano de Investigaciones Sociales (ILDIS), esto no significa, de hecho, la pregonada por el chavismo y el madurismo, ‘alianza cívico-militar’ sino una subordinación de los primeros a los segundos. Claro que el ILDIS tiene, por otra parte, una orientación socialdemócrata (que en Venezuela está representada, históricamente, por el acciondemocratismo) y esta ideología es de infausto recuerdo a partir, sobre todo, del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez (1989-1993) y la sangrienta represión del Caracazo del 27 de febrero de 1989. Y a mi parecer, un discurso anarquista y revolucionario, no puede caer en el paradigma liberal de la “separación de Ejército y Sociedad Civil” sino en la sustitución, no subordinación, del primero por una milicia revolucionaria.

Este planteamiento, lógicamente, es, necesariamente, distinto al discurso socialdemócrata ‘acciondemocratista’ (del que participa el ILDIS) que tras la pantalla de la separación de lo militar y de lo civil escondía los negocios turbios y la impunidad de la que gozaban los militares durante la “Democracia del Pacto de Punto Fijo”: mostrada, por ejemplo, en la novela, basada en hechos reales, ‘4 crímenes 4 poderes’ de Fermín Mármol León, en el llamado ‘crimen del ascensor’, donde un militar asesina a su esposa y la investigación es, posteriormente, obstruida por el Comandante General de la Aviación. Como decía hacia el final:

“Otros Jueces deshonestos y controlados por el Poder Militar, decidían que no había suficientes elementos de prueba contra el indicado; el expediente lo devolvieron a un Tribunal inferior, la averiguación de ese hecho criminal quedaba abierta, pero contra otras personas; el Capitán Daniel Rondón Plaz, había sido absuelto y nunca más podía ser enjuiciado por este caso. Otro crimen impune”.

Pero también lo es de los planteamientos pro-chavistas que defienden esta desigual alianza ‘cívico-militar’. Estos argumentan, por ejemplo, que en Venezuela no ha existido, históricamente, la contradicción oligarquía agraria y movimientos campesinos de masas por la presencia de la renta petrolera lo que permitiría, supuestamente, que unas Fuerzas Armadas, que no habrían actuado de custodios de la primera, fueran más permeables a los estratos populares por su sistema de recluta poli-clasista. Este argumento obvia, evidentemente, que los militares no han sido custodios de la oligarquía terrateniente porque, históricamente, ellos mismos han sido esa oligarquía terrateniente (de hecho, ya la Guerra Federal, de 1859-1863, fue provocada porque los militares que habían participado en la Guerra de Independencia, acaudillados por José Antonio Páez, se habían repartido el territorio de la República).

Por otra parte, existe toda una construcción ideológica que afirma que las Fuerzas Armadas Venezolanas serian herederas de las guerrillas insurgentes del caudillo indígena Guaicaipuro, de la resistencia del pueblo negro y cimarrón, del Ejército Libertador del prócer Simón Bolívar y de las tropas federales del caudillo agrarista Ezequiel Zamora cuando, en realidad, como se ha visto, lo son del Ejército nacional gomecista creado, a principios del siglo XX, con el dinero del petróleo. De hecho, a día de hoy (a raíz de las protestas de 2014 y 2017 y la represión consiguiente) es de las instituciones peor valoradas, lo que contrasta con la opinión pública después de la represión sangrienta, del Caracazo del 27 de febrero de 1989, que culpó sobre todo a políticos y empresarios pero no a militares: de hecho, los Golpes de Estado de 1992 mostraban cierta confianza popular en los sectores insurgentes del Ejército, capaz que debido a que la “Democracia del Pacto de Punto Fijo” había conseguido construir un buen simulacro de militares, separados del sistema de dominación política, lo que fue, finalmente, en su contra.

Concluía entonces Humberto Decarli (abogado laboralista y militante anarquista de El Libertario), en 2006, en su folleto ‘El mito democrático de las Fuerzas Armadas Venezolanas’:

“La manida tesis de la alianza cívico militar ha tenido un empleo perverso como es el haber consolidado un proyecto cupular basado en la colaboración de algunos factores de poder internos articulados con los mundiales (…) ensamblaje de poder fundado en la esencia gomecista y pretoriana. No es el pueblo en armas sino el pueblo bajo las armas”.

En consecuencia, cualquier revolución, en Venezuela, debería destruir el aparato militar-petrolero y substituirlo por el pueblo en armas. No pintar el gomecismo de rojo.

3) Rafael Uzcátegui, León Trotsky y el anarquismo venezolano

En otro orden de ideas, Rafael Uzcátegui (activista de derechos humanos que ha transitado, ideológicamente, del anarquismo a un ‘post-anarquismo’) comentaba en su reciente artículo ‘El nicho vacío en la crisis venezolana’ que la intervención de Estados Unidos es una consecuencia de la inacción de los gobiernos ‘progresistas’ de la región, ante el fraude electoral de julio de 2024 (sin desarrollar más el riesgo que supone esto si nos atenemos a otras sucedidas en el mundo).

Personalmente, me parece frustrante constatar cómo, en los últimos años, la visión des de un ‘anarquismo revolucionario’ ha desaparecido, prácticamente, en Venezuela (en el pasado existió, brevemente, una ‘Federación Anarquista Revolucionaria de Venezuela’ que adhería al Proceso Bolivariano, pero de escaso desarrollo práctico e ideológico a mi modesto entender). Entiendo la situación de desprestigio del izquierdismo en el país, por la deriva dictatorial y militarista del gobierno de Nicolás Maduro, pero, sintiéndolo mucho, no puedo sentirme identificado con el ‘anarco-liberalismo progresista’ de Uzcátegui cuyas críticas ya van más allá del chavo-madurismo y denuncian el mismo ‘pensamiento revolucionario’ como ‘milenarista’ y ‘dicotómico’ (haciendo suyas, por cierto, ciertas ideas del anarco-nihilismo, al respecto, pero con su propia interpretación ‘sui generis’ en su obra La rebeldía más allá de la izquierda). Es por este motivo, que solo para el caso concreto de Venezuela, me he acercado a los análisis del ‘Partido Socialismo y Libertad’ que parte de la crítica trotskista a los regímenes bonapartistas. Ahora bien, según el mismo Trotsky, para el caso de los países del Tercer Mundo, los regímenes de la ‘burguesía nacional’ (burocracia militar en el caso de Venezuela) se caracterizan por situarse a caballo entre la burguesía imperialista y la clase obrera y, en consecuencia:

“Esta ‘ubicación intermedia’ determina las probables orientaciones de los gobiernos de tales países y su conducta hacia el proletariado, marcada por la imposibilidad de mantener un régimen político democrático”.

Es decir, son regímenes que intentan desarrollar un capitalismo nacional ‘independiente’ que, como tal capitalismo, depende, igualmente, de los centros imperialistas en cuanto a financiamiento y tecnología pero que, a la vez, busca generar un proletariado industrial sin desatar su proyecto histórico, es decir, el comunismo. Para esto busca cooptarlo dentro del movimiento nacional-popular y, en última instancia, reprimirlo ¿Acaso no es esto lo que ha venido pasando en Venezuela desde que se introdujeron las empresas mixtas petroleras, con capital trasnacional, en el texto constitucional o con la militarización de los trabajadores a través de llamadas ‘Milicias” y la represión de sindicalistas independientes como Orlando Chirino o Rubén González?

Para Trotsky, en escenarios como este y, en consecuencia, solo la clase obrera puede superar el proyecto impotente de la ‘burguesía nacional’ mediante la revolución socialista. Ahora bien, entiendo que en contextos desencantados como el actual, es difícil hacer creer estas ideas, si bien no puedo justificar ciertas derivas ideológicas de lo que queda del antiguo anarquismo venezolano.

4) Un apunte final …

La historia del anarquismo en Venezuela ha sido siempre la de individualidades destacadas (el militante obrero Francisco Olivo, por ejemplo, se definió toda su vida como anarcosindicalista y llegó a ser presidente de la CTV, principal sindicato del país, aunque sus ideas eran a título individual sin una corriente que le apoyara) y proyectos entusiastas pero efímeros. Hoy en día ya no tiene una voz como movimiento: para las individualidades anarquistas que, aun no residiendo ya en el país, seguimos interesados en lo que ocurre y vemos los sucesos actuales con preocupación, no nos queda más remedio que aproximarnos al análisis de otras tiendas ideológicas. En mi caso, sigo de cerca los análisis del trotskista ‘Partido Socialismo y Libertad (PSL)’ cuya corriente sindical (C-CURA) siempre tuvo una buena impresión, por lo que recuerdo, de los militantes de El Libertario.

Esperemos que, en un futuro, pueda revertirse esta situación y veamos aparecer más iniciativas libertarias que enfrenten el madurismo y al imperialismo en Venezuela.

                                                                                                                                              

                                                                                                                                              Alma apátrida

 

Fuentes:

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